Transformación Emocional: del por qué al para qué

La historia del ser humano está formada, a lo largo de los tiempos, por una constante sucesión de cambios y transformaciones en nuestra forma de vida. El último de ellos es el que conocemos como transformación digital. Pesimismos y derrotismos aparte, nunca tuvimos tantas opciones de desarrollar plenamente nuestras capacidades, como las que tenemos en este momento actual, gracias, especialmente, a las posibilidades que nos brindan las nuevas tecnologías. Sin embargo, para que optemos a tener un pleno desarrollo de todas nuestras aptitudes, nos falta aún un cambio en nuestras actitudes hacia la vida. Ese cambio pendiente es el que me atrevo a bautizar como “Transformación emocional”.

La transformación digital sucede en el entorno que nos rodea y se basa, principalmente, en la cada vez más exhaustiva implantación de las nuevas tecnologías en nuestras vidas. Nuestra forma de vivir se debe adaptar para tener cabida en un mundo digitalizado. O nos subimos a ese tren, o estamos fuera de juego. A nivel personal, poco más podemos hacer que tratar de mantenernos al día y formarnos en esas nuevas tecnologías.

La transformación emocional, por contra, debería suceder en nuestra forma de afrontar los acontecimientos que nos ocurren en el día a día. La transformación digital la debemos heredar, sin más. La transformación emocional la debemos trabajar desde nuestro interior. Será la transformación emocional la que nos lleve a sacar el máximo partido de la transformación digital y de las nuevas transformaciones tecnológicas que, a buen seguro, vamos a experimentar en los próximos años.

Hecha esta introducción, espero que ya os estéis preguntando qué es lo que llamo transformación emocional. La respuesta es bastante simple. Consiste en sustituir todas aquellas veces en las que nos preguntamos: “¿por qué sucede algo?”, y cambiarlo por: “¿para qué sucede?”. Es sólo un pequeño cambio de palabras, pero con un gran impacto potencial en la mejora de nuestras vidas.

Para entenderlo, dejadme que ponga algunos ejemplos de situaciones comunes en nuestro día a día. Un estudiante, o una estudiante, acaba de suspender un examen. Lo primero que se dice a sí mismo es: “¿por qué he suspendido?”. A partir de esta pregunta, empieza a buscar justificaciones y excusas. Algunas bajo su control: “he estudiado poco”, “me faltó tiempo para repasar”, “no hice suficientes prácticas”. Otras echando balones fuera: “me preguntaron justo lo que no sabía”, “el profesor me tiene manía”, “ese tema no lo habían explicado”.

Cojamos otra situación bastante común, por desgracia, en estos días. Un trabajador al que acaban de despedir y se pregunta: “¿por qué me ha tocado a mí?”. En este caso, la mayoría de las respuestas se centran en pensar que él poco podría haber hecho para evitarlo, que el jefe le infravaloraba, que le despiden por ser mayor, que van a colocar a un recomendado, etc..

Si los casos anteriores ya tenían su buen grado de dramatismo, dejadme que ponga un último ejemplo, antes de abordar estas mismas situaciones bajo la perspectiva de la transformación emocional. Pensemos en una persona a la que acaban de comunicar que tiene una enfermedad grave. La primera reacción de autodefensa es preguntarse: “¿por qué me pasa esto?”. Esa actitud no lleva a nada en ese momento. Lo que hay que hacer es ponerse manos a la obra para superar el trance.

Si os dais cuenta, este tipo de reacciones muestran una reacción inicial e innata para no aceptar el hecho que acaba de irrumpir en nuestras vidas. Permitidme que me atreva a calificarlas de reactivas y negativas, aunque, por otro lado, totalmente entendibles desde un punto de vista humano.

Veamos ahora cómo varía la foto, simplemente cambiando los por qués por para qués. Aunque os parezca ridículo y fuera de sentido, os pido que me dejéis llegar al final de mi razonamiento.

Si en cualquiera de los tres supuestos anteriores, fuéramos capaces de cuestionarnos: ¿para qué nos ocurre esto?, ya sea el suspenso, el despido o la enfermedad. El o la estudiante, podrían responder: "para preparar mejor el examen, para sacar mejor nota, para demostrar todo lo que valgo, etc". El trabajador despedido podría decir: "para dar un cambio profesional, para salir de mi zona de confort, para afrontar nuevos retos". Incluso el enfermo, podría dar la vuelta a la situación y decir para luchar por mi vida.

No me entendáis mal, ni mucho menos estoy planteando que nos volvamos masoquistas y agradezcamos los eventos no positivos en nuestras vidas para reaccionar y dar la talla. Mi punto de vista es otro. Nuestra vida, la de cada uno de nosotros, es una cadena de eventos: algunos positivos, bastantes neutros y otros claramente negativos. A veces los buscamos, pero otras nos llegan sin esperar. Cuando nos ocurre algo bueno, no nos preguntamos el por qué, directamente salimos a celebrar nuestra buena suerte y para qué la vamos a emplear. ¿No deberíamos hacer lo mismo con los sucesos negativos o no esperados?. ¿Cómo cambiaría nuestra vida si lo hiciéramos así?.

Tres serían los efectos principales de esta transformación emocional:

1. Lo primero sería “Aceptación” frente a “Negación”:

◦ Al pasar directamente a preguntarnos: ¿para qué?, implícitamente se produce la aceptación del hecho sucedido. No la negación inicial que es la que nos lleva a plantearnos el: ¿por qué a mí?.

2. Ausencia de justificaciones externas, no echar balones fuera como prefiero llamarlo:

◦ El preguntarnos para qué, imposibilita el buscar justificaciones que no conducen a nada en ese momento.

3. Acción frente a Reacción:

◦ Pasamos directamente a pensar en qué acción debemos hacer ante esta situación que se nos plantea y no en la reacción o resistencia al cambio introducido en nuestras vidas por este suceso negativo.

No se me escapa que esta transformación emocional, al menos para la cultura occidental, está muy lejos de ser algo innato y que nos salga, de dentro, a la primera. También no es menos cierto que, en épocas pasadas, nuestros antepasados no tenían la opción de preguntarse los por qués, ni mucho menos los para qués. Todo lo que les sucedía era porque algún dios lo quería o porque sus amos lo mandaban. La resignación era el motor de sus vidas. Mucho han cambiado las cosas, afortunadamente.

Ahora, cada vez más, somos dueños de nuestras vidas y por eso nos fastidia tanto que haya cambios que nos impactan en nuestra rutina o en nuestros planes de futuro. Si a eso le unimos que nuestra calidad de vida es generalmente mejor y que la esperanza vital se alarga, la probabilidad de que nos ocurran varios cambios o sucesos inesperados en nuestra vida, se incrementa y, a la vez, nos incomoda cada vez más.

En nosotros está el empezar a pensar en serio, en transformar nuestros por qués en para qués. Si no lo hacemos, nuestra vida, antes o después, será difícil y complicada. Gracias a los años que vivimos, y que serán cada vez más, el número de exámenes suspendidos, las veces que seremos despedidos, las enfermedades que deberemos afrontar, las rupturas emocionales que sufriremos, los cambios tecnológicos que viviremos y un largo etcétera más de cosas inesperadas, aumentarán exponencialmente. Si a cada uno de ellos les buscamos los por qués, o sea la negación y la reacción a su aceptación, nuestra vida será una pesadilla. Si por contra, nos dedicamos a buscar la poca o mucha carne del hueso que tengamos que roer, es decir nos planteamos los para qués, no es que nuestra vida se convierta en un camino de rosas, pero al menos será sostenible.

En definitiva, nos ha tocado vivir en un mundo en continua transformación. Ello exige que, en paralelo, nuestra respuesta emocional al cambio y a los sucesos no previstos ni esperados, se ajuste proporcionalmente.

La transformación emocional es un camino que se debe hacer andando y aprenderla aplicándola ante cada piedra que nos aparezca en el mismo.

Para tratar de hacer un cierre divertido, dejadme que os ponga un caso práctico, desde mi propia experiencia como inexplicable seguidor de un club de fútbol con rayas rojas y blancas. Cada vez que perdemos una final, no tiene sentido que nos preguntemos el por qué y, mucho menos, que le echemos la culpa a los hados o a los árbitros. Si nos preguntáramos el para qué, deberíamos respondernos: para esforzarnos más. O mucho mejor: para que el día que ganemos nos llevemos una alegría estratosférica.

¡Viva la transformación emocional!

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